Es
patético ver a tantos creyentes en la personalidad al borde de un agujero negro
de información, en el ojo de la tormenta, en el vaporoso y violento intestino
de un tornado, mirando girar las cosas, escuchando toda la sarta de estupideces
que dicen y hacen los famosos, eternos famélicos que temen al olvido más que a
la muerte. Escuchando cada día a los sabios de nuestro tiempo justificar las
reglas y los métodos higiénicos de la nueva inquisición. A los hombres de leyes
sacar brillo a su nueva lista de pecados, fundamentada en una moral ya ni
siquiera divina, sino asentada en el fervoroso e irracional clamor de las masas
o en dudosas investigaciones financiadas en forma obscena por los gobiernos.
Y
se pierde en nuestros días más tiempo y dinero elaborando los engaños y
enajenaciones destinadas a embrutecer a la multitud que lo que se gana con los
resultados. De manera que los grandes dominadores de nuestros días son supremos
imbéciles conduciendo a millones de piaras de estúpidos, por el tortuoso camino
del significado de la vida. Un significado único y obligatorio desde antes del
nacimiento, sin consulta previa. Y se nos hace responsables por nuestra
naturaleza en un mundo al que en ningún momento solicitamos venir.
Así
se perpetra la injusticia. Y en este mar de lágrimas se nos exige forjar una
personalidad, creer en ella y serle fiel hasta la muerte. Una especie de
casamiento obligatorio con una entidad rígida y artificial denominada
personalidad. Un concepto casi judicial, un consenso unánime forjado en lejanos
tiempos, que hasta hoy permite ponerle límites al individuo. El ridículo
dictamen de la grosera sociedad humana pretende detener el tiempo y congelar el
dinamismo. Es una bacteria irrisoria pretendiendo parar un tsunami.
Desde
el mundo académico que estudia la física cuántica, se debería advertir que es
imposible que exista algo como la personalidad. La dinámica de las partículas
no lo permite.
El
desatino es tan gigantesco que se han nombrado doctos sobre el tema. Individuos
fantasiosos que le dicen a la gente cómo debe ser y qué tipo de personalidad poseen.
Son como astrólogos homologados, mentirosos con aval real y divino. Autoridades
de cosas vacías y mitológicas. Granujas que pretenden conocer la mente del
hombre como sui fuera una sola. Temen mojar los pies en las aguas infinitas del
caos que sustenta el universo. Ocultan la verdad que ellos bien conocen. El
universo es de por sí demencial y ellos piensan que el hombre común
enloquecería si pudiera ver la realidad por unos segundos. Pero ellos se
sienten por encima como los viejos censores que se sentían capacitados para ver
todas las presuntas perversiones que debían vedarse a los ojos del pueblo.
Las
instituciones humanas, corruptas por definición, alimentan esta fantasía tan
útil para ejercer la dominación y el manoseo intelectual en cada persona. Las
grandes instituciones, a cuyo respeto incondicional se nos obliga bajo amenazas
más o menos veladas según el caso, viven de estos conceptos, así como de toda
idea inamovible o absoluta. Son intrínseca e inevitablemente conservadoras. Y
lo que pretenden conservar más que nada con este proceder no son sacrosantas
tradiciones sino riquezas, inmensas riquezas ganadas perjudicando a las
multitudes en todas las formas posibles. De lo cual se deduce que ‘la personalidad’
o también la clasificación taxonómica de cada individuo es un instrumento
político de dominación.