Las etiquetas, denominaciones o clasificaciones existen
irremediablemente desde la aparición del lenguaje. Trascendiendo su valor práctico
se transformaron rápidamente en una herramienta social, generalmente pérfida,
en el seno de una especie gregaria y
aglutinante como la humana.
Pero hoy más que nunca asistimos a la cúspide y el paroxismo
del etiquetado de personas. Apelando a la creciente inmadurez de la sociedad
moderna, inducida por la publicidad y los medios a una mentalidad infantil o
adolescente, los ingenieros sociales incentivan la necesidad de pertenencia e
identificación con grupos o condiciones. Las pseudociencias de la mente han
sido una herramienta muy útil en este aspecto, generando nuevas clasificaciones
e incluso inventando nuevos trastornos o enfermedades para incentivar el
victimismo y justificar muchas cosas.
Hoy las personas se ven impelidas a denominarse, identificarse
o auto registrarse en alguna categoría. Y si se resisten a hacerlo, ya serán
otros quienes les cuelguen algún letrero.
El mandato social exige que el individuo se identifique:
como ecologista, hipster, conspiranoico, gay, pansexual, youtuber, friki, metrosexual,
fan…o lo que sea. ¡Pero que se identifique! Es “inconcebible” que no lo haga y
los grandes poderes económicos invierten mucho tiempo y esfuerzo en ejercer esa
presión. Pero a mi entender su propósito no es demasiado místico u ocultista,
es simplemente comercial. Facilita enormemente los estudios de mercado. Los que
venden objetos, servicios o ilusiones nunca tuvieron las cosas más fáciles para
dirigir sus campañas a los diferentes grupos de encasillados, quienes se
encargan por sí mismos y de manera gratuita de gritar al mundo lo que son y lo
que les gusta. Comprometidos a muerte con su bandera estarán atentos a los
mandatos de su grupo para saber qué es lo que deben desear o pensar y también
cuál es el comportamiento que de ellos se espera.
En las elaboradas estrategias de los ingenieros sociales
está previsto que exista una minoría que se resista a tal taxonomía. Es una
leve variable que no les preocupa demasiado. En cambio una masa de gente
imprevisible sería su peor pesadilla.
Por otra parte, como un arma para prevenir cualquier atisbo
de disidencia, también se han creado los rótulos negativos que nadie desea
tener. Son las modernas versiones del Sambenito de la inquisición. En tiempos
de Torquemada y sus amigos alguien se veía en serios problemas si era tildado
de brujo, apóstata, ateo o judío practicante, por ejemplo.
Durante buena parte
el siglo XX cuando Occidente tenía más inclinación por la derecha política
y el conservadurismo podía ser realmente complicado ser identificado como antipatriota
o comunista. Estos últimos en sus regímenes también persiguieron sus propias
brujas, denominadas como capitalistas, religiosos o fascistas.
Los cambios sociales y las conveniencias de la industria del
consumo obligaron en este siglo a los mismos poderosos de siempre a revestirse
de una pátina de liberalidad. De pronto, los rígidos y adustos hombres de poder
comenzaron a hacer giñadas y dedicar sonrisas condescendientes a las minorías
sociales que habían perseguido o despreciado en el pasado, porque después de
todo no son tan minoritarios y también pueden ser consumidores de productos.
Entonces aparecieron los nuevos pecados y con ellos se
desempolvaron atroces categorías que serían útiles para neutralizar cualquier
intento de pensamiento independiente.
Identificarse como racista, neonazi, conservador,
antiecologísta, intolerante machista u homófobo tiene sin duda unas
connotaciones negativas reales, pues aquellos que ponen en práctica tales ideas
pueden fácilmente hacer daño a otras personas. Pero cada vez con más frecuencia
tales denominaciones se utilizan como arma contra todo aquel que plantee dudas,
puntualizaciones o leves discrepancias con el canon bienpensante o la
corrección política.
No tiene importancia que un disidente esté lejos de la
denominación que se le ha aplicado, la llevará por siempre como una mancha
indeleble que trascenderá las eras en los eternos registros de las redes. Está
práctica necia y oscurantista es perpetuada por millones de personas, en base a
la maledicencia, el prejuicio y la intriga.
De esta forma la libertad de expresión retrocede cientos de
años, dejando de lado todo matiz, toda sutileza, amparado en un clima de falsa
liberalidad. El mundo moderno es de blancos y negros y parece estar más cerca
de la edad media que de un futuro en el que evoluciona la libertad del pensamiento.
Esta corriente de ‘retroceso progresista’ puede incluso
hacer un grave daño al pensamiento científico, cuya base es la ausencia de todo
dogma. En un mundo de verdades incuestionables donde se proscribe la duda en
relación a diversas materias, se hace imposible la investigación, el replanteo
y el debate.