Es un tema que me divierte y me entusiasma, tanto como puede
aburrirle a mucha gente. La inteligencia artificial. Ese delicioso manjar de la
ciencia ficción, que hasta ahora los amantes del género han saboreado con la
calma que da su lejana posibilidad. Y según las predicciones más conservadoras
podremos seguir deleitándonos con tal “quimera”
por un buen número de décadas con la tranquilidad de que ningún robot o
cerebro electrónico adquirirá dominio sobre el destino de nuestra especie.
Mucha gente suele referirse a la inteligencia artificial con
una suerte de temor decimonónico a que las máquinas adquieran sentimientos.
Pero yo creo que el punto clave no es ese sino la voluntad. La gran pregunta sería si los cerebros
artificiales podrían en algún momento adquirir un propósito a cumplir,
valiéndose para ello de una inteligencia superior a la nuestra. Si ese fuera el
caso sus atributos podrían entrar en competencia con los nuestros. “No dejemos que coman del árbol del
conocimiento porque entonces serán como nosotros”. Pero quizás tampoco sea el
caso. La porción de la materia que posee vida, tiene una programación que la
lleva a unos objetivos muy claros: desarrollarse, sobrevivir y multiplicarse.
Ese es el propósito común de los seres que estamos básicamente formados por una
porción de carbono y agua que se renueva cíclicamente en forma decreciente a lo
largo de cada ciclo vital.
En el caso de los humanos se da una variable my interesante:
la búsqueda de un sentido o razón. Ese parece ser un gran misterio en la
historia de la vida que conocemos. Sólo los grandes primates parecen haber
evolucionado para plantearse tal cuestionamiento. Quizás seamos bio-robots
esperando una siguiente orden que nunca llegó.
Y si los cerebros de sílice y metal llegaran a adquirir consciencia,
la gran incógnita sería su propósito. Una incógnita precedida por una serie de
preguntas incontestables; ¿En qué momento la materia adquiere consciencia de
sí? ¿En qué punto comienza a preguntarse por la razón de su existencia?
Una opción muy sencilla sería apelar a la “voluntad de poder”
como propósito. Quizás nuestras creaciones
lleguen a plantearse la posibilidad de ser cada vez más omnipotentes,
crear y dominar universos enteros, gobernar sobre el tiempo y las dimensiones…
Una idea que no deja de ser humana, demasiado humana. Deben
existir en el universo millones y millones de propósitos que nos son
desconocidos, pues a pesar de nuestra generosa capacidad de abstracción no
dejamos de estar gobernados por una naturaleza intrínseca, genética y
dictatorial que de momento nos impide ver mucho más allá de nuestro ser.
Esta última clave sirve para reflexionar sobre el asunto de
las emociones. Es mi opinión personal que las emociones y los sentimientos
derivan en forma directa del instinto de supervivencia y reproducción. En el
caso de los mamíferos, el mandato de tener crías y protegerlas dio como
resultado el afecto, que luego en el cerebro de los homínidos fue sublimado en
amor. El identificar la luz con el bien y la oscuridad con el mal deviene de
nuestra naturaleza diurna y nuestra irremediable indefensión en la noche (sobre
todo en nuestra etapa más primitiva).
Nuestra tendencia a la sociabilidad y la comunicación son
propias de animales gregarios, que necesitan agruparse para poder ser fuertes y
obtener mejores resultados. A medida que la mente se fue sofisticando esas
interacciones se fueron volviendo más complejas e inevitablemente conflictivas.
Pero ¿Qué tipo de sentimientos desarrollarían seres creados
de manera artificial, mecánica o clónica? ¿Llegarían a poseerlos? ¿La auto-replicación implica maternidad?
Otro asunto interesante es el de la evolución. Tengo
entendido que tal concepto está quedando en desuso sustituido por la idea de ‘cambio’,
pues se ha descubierto que no todas las modificaciones de la vida a lo largo de
su historia significaron necesariamente una mejora. En esto entran en juego más
que nada la adaptación y el declive, pues toda especie ha decaído con el paso
del tiempo, al menos hasta ahora.
Por otra parte, parece que la programación del hombre tiene
algunas partes de código abierto, pues muestra cierta tendencia a modificarse
si pone verdadero empeño en ello. La castidad o el vegetarianismo son ejemplos
de una alteración del código original de la naturaleza humana. ¿La inteligencia
artificial adquiriría tal propiedad con el tiempo o sería necesario dejarla
abierta desde el inicio?
Son muchas preguntas. Lo cierto es que como había mencionado
al principio aún estamos muy lejos de ver a un cerebro electrónico equiparar a
la compleja mente orgánica del hombre.
Aunque mucha gente se inquiete al ver los primeros robots de
apariencia humana que han surgido en los últimos años, no dejan de ser
marionetas sofisticadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario