Como Ícaro, yendo hacia el sol con alas de cera, o de tela
encerada, o de papel, o de sueños. Sueños de hombre, frágiles, perecederos,
inmensos y pequeños. Alas de sueños solitarios, que se creen acompañados. Como
Ícaro sabiendo que le espera el abismo y sin embargo dándolo todo por sentirse
al menos una vez como un dios. Pasando vergüenza ante los desconocidos que ríen
desde abajo, hasta que el hombre se estrella bajo la mera torre Eiffel. Y sólo
así consigue un instante de respeto o una leve briza de algo similar a la
compasión.
Entregando el alma por un instante de sabiduría, o de fantasía
pura y sin esperanzas. Por la ilusión de ese poder, que al menos en delirios
nos permita ver desde arriba los palacios y despreciar todo aquello por los que
los poderosos se desviven. Un momento de autosuficiencia que nos permita
despreciar incluso los placeres más anhelados, hasta que eso mismo y todo lo demás
que se conoce pase a ser una neblina, una fantasmagoría irrisoria que despierta
ternura o desprecio en aquel que lo ha logrado todo, al menos al borde del
límite difuso de una milésima de segundo.
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