miércoles, 19 de octubre de 2016

El ser humano etiquetado, envasado y listo para su uso

Las etiquetas, denominaciones o clasificaciones existen irremediablemente desde la aparición del lenguaje. Trascendiendo su valor práctico se transformaron rápidamente en una herramienta social, generalmente pérfida, en el seno de una especie gregaria y  aglutinante como la humana.

Pero hoy más que nunca asistimos a la cúspide y el paroxismo del etiquetado de personas. Apelando a la creciente inmadurez de la sociedad moderna, inducida por la publicidad y los medios a una mentalidad infantil o adolescente, los ingenieros sociales incentivan la necesidad de pertenencia e identificación con grupos o condiciones. Las pseudociencias de la mente han sido una herramienta muy útil en este aspecto, generando nuevas clasificaciones e incluso inventando nuevos trastornos o enfermedades para incentivar el victimismo y justificar muchas cosas.

Hoy las personas se ven impelidas a denominarse, identificarse o auto registrarse en alguna categoría. Y si se resisten a hacerlo, ya serán otros quienes les cuelguen algún letrero.
El mandato social exige que el individuo se identifique: como ecologista, hipster, conspiranoico, gay, pansexual, youtuber, friki, metrosexual, fan…o lo que sea. ¡Pero que se identifique! Es “inconcebible” que no lo haga y los grandes poderes económicos invierten mucho tiempo y esfuerzo en ejercer esa presión. Pero a mi entender su propósito no es demasiado místico u ocultista, es simplemente comercial. Facilita enormemente los estudios de mercado. Los que venden objetos, servicios o ilusiones nunca tuvieron las cosas más fáciles para dirigir sus campañas a los diferentes grupos de encasillados, quienes se encargan por sí mismos y de manera gratuita de gritar al mundo lo que son y lo que les gusta. Comprometidos a muerte con su bandera estarán atentos a los mandatos de su grupo para saber qué es lo que deben desear o pensar y también cuál es el comportamiento que de ellos se espera.

En las elaboradas estrategias de los ingenieros sociales está previsto que exista una minoría que se resista a tal taxonomía. Es una leve variable que no les preocupa demasiado. En cambio una masa de gente imprevisible sería su peor pesadilla.

Por otra parte, como un arma para prevenir cualquier atisbo de disidencia, también se han creado los rótulos negativos que nadie desea tener. Son las modernas versiones del Sambenito de la inquisición. En tiempos de Torquemada y sus amigos alguien se veía en serios problemas si era tildado de brujo, apóstata, ateo o judío practicante, por ejemplo.

Durante buena parte  el siglo XX cuando Occidente tenía más inclinación por la derecha política y el conservadurismo podía ser realmente complicado ser identificado como antipatriota o comunista. Estos últimos en sus regímenes también persiguieron sus propias brujas, denominadas como capitalistas, religiosos o fascistas.

Los cambios sociales y las conveniencias de la industria del consumo obligaron en este siglo a los mismos poderosos de siempre a revestirse de una pátina de liberalidad. De pronto, los rígidos y adustos hombres de poder comenzaron a hacer giñadas y dedicar sonrisas condescendientes a las minorías sociales que habían perseguido o despreciado en el pasado, porque después de todo no son tan minoritarios y también pueden ser consumidores de productos.

Entonces aparecieron los nuevos pecados y con ellos se desempolvaron atroces categorías que serían útiles para neutralizar cualquier intento de pensamiento independiente.

Identificarse como racista, neonazi, conservador, antiecologísta, intolerante machista u homófobo tiene sin duda unas connotaciones negativas reales, pues aquellos que ponen en práctica tales ideas pueden fácilmente hacer daño a otras personas. Pero cada vez con más frecuencia tales denominaciones se utilizan como arma contra todo aquel que plantee dudas, puntualizaciones o leves discrepancias con el canon bienpensante o la corrección política.

No tiene importancia que un disidente esté lejos de la denominación que se le ha aplicado, la llevará por siempre como una mancha indeleble que trascenderá las eras en los eternos registros de las redes. Está práctica necia y oscurantista es perpetuada por millones de personas, en base a la maledicencia, el prejuicio y la intriga.

De esta forma la libertad de expresión retrocede cientos de años, dejando de lado todo matiz, toda sutileza, amparado en un clima de falsa liberalidad. El mundo moderno es de blancos y negros y parece estar más cerca de la edad media que de un futuro en el que evoluciona la libertad del pensamiento.

Esta corriente de ‘retroceso progresista’ puede incluso hacer un grave daño al pensamiento científico, cuya base es la ausencia de todo dogma. En un mundo de verdades incuestionables donde se proscribe la duda en relación a diversas materias, se hace imposible la investigación, el replanteo y el debate.

También el arte, otrora fuente de nuevos caminos hacia la libertad, se ve ahora constreñida a límites inconcebibles. El arte del siglo XXI es temeroso, cauto, inseguro porque siempre corre el riesgo de herir sensibilidades muy sensibles, permanentemente propensas al llanto desgarrado.

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