domingo, 12 de octubre de 2014

La personalidad

Es patético ver a tantos creyentes en la personalidad al borde de un agujero negro de información, en el ojo de la tormenta, en el vaporoso y violento intestino de un tornado, mirando girar las cosas, escuchando toda la sarta de estupideces que dicen y hacen los famosos, eternos famélicos que temen al olvido más que a la muerte. Escuchando cada día a los sabios de nuestro tiempo justificar las reglas y los métodos higiénicos de la nueva inquisición. A los hombres de leyes sacar brillo a su nueva lista de pecados, fundamentada en una moral ya ni siquiera divina, sino asentada en el fervoroso e irracional clamor de las masas o en dudosas investigaciones financiadas en forma obscena por los gobiernos.

Y se pierde en nuestros días más tiempo y dinero elaborando los engaños y enajenaciones destinadas a embrutecer a la multitud que lo que se gana con los resultados. De manera que los grandes dominadores de nuestros días son supremos imbéciles conduciendo a millones de piaras de estúpidos, por el tortuoso camino del significado de la vida. Un significado único y obligatorio desde antes del nacimiento, sin consulta previa. Y se nos hace responsables por nuestra naturaleza en un mundo al que en ningún momento solicitamos venir.


Así se perpetra la injusticia. Y en este mar de lágrimas se nos exige forjar una personalidad, creer en ella y serle fiel hasta la muerte. Una especie de casamiento obligatorio con una entidad rígida y artificial denominada personalidad. Un concepto casi judicial, un consenso unánime forjado en lejanos tiempos, que hasta hoy permite ponerle límites al individuo. El ridículo dictamen de la grosera sociedad humana pretende detener el tiempo y congelar el dinamismo. Es una bacteria irrisoria pretendiendo parar un tsunami.
Desde el mundo académico que estudia la física cuántica, se debería advertir que es imposible que exista algo como la personalidad. La dinámica de las partículas no lo permite.

El desatino es tan gigantesco que se han nombrado doctos sobre el tema. Individuos fantasiosos que le dicen a la gente cómo debe ser y qué tipo de personalidad poseen. Son como astrólogos homologados, mentirosos con aval real y divino. Autoridades de cosas vacías y mitológicas. Granujas que pretenden conocer la mente del hombre como sui fuera una sola. Temen mojar los pies en las aguas infinitas del caos que sustenta el universo. Ocultan la verdad que ellos bien conocen. El universo es de por sí demencial y ellos piensan que el hombre común enloquecería si pudiera ver la realidad por unos segundos. Pero ellos se sienten por encima como los viejos censores que se sentían capacitados para ver todas las presuntas perversiones que debían vedarse a los ojos del pueblo.


Las instituciones humanas, corruptas por definición, alimentan esta fantasía tan útil para ejercer la dominación y el manoseo intelectual en cada persona. Las grandes instituciones, a cuyo respeto incondicional se nos obliga bajo amenazas más o menos veladas según el caso, viven de estos conceptos, así como de toda idea inamovible o absoluta. Son intrínseca e inevitablemente conservadoras. Y lo que pretenden conservar más que nada con este proceder no son sacrosantas tradiciones sino riquezas, inmensas riquezas ganadas perjudicando a las multitudes en todas las formas posibles. De lo cual se deduce que ‘la personalidad’ o también la clasificación taxonómica de cada individuo es un instrumento político de dominación.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Inteligencia artificial

Con el tiempo mis anhelos se volvieron dignamente austeros. Esperanzas pequeñas que se constriñen a una pequeña vida biológica envuelta en nubes de pensamientos. Pero mis sueños no, ellos crecieron enquistados en su imposibilidad. Y un día me vi con un manojo de universos entre las manos. Y no supe qué hacer con ellos. Me di cuenta que nada impedía que eso fuera real y todo lo que hacía con ellos era nefasto, caótico y sin sentido. Entonces me dije que quería renunciar a mi divinidad, porque para ejercerla debía cometer injusticias en aras de justicias mayores incapaces de anular el sufrimiento generado por sus existencias. Me vi incapacitado de lidiar con esas ecuaciones tan extrañas. Hoy pienso que quizás nuestros hijos, dotados de inteligencia artificial puedan resolver el dilema ya que no están sujetos al misterio de la vida.

Vacío

Vacío, sin emociones, sin esperanzas, características del estado más lúcido al que 
puede aspirar la condición humana. Es como recibir una migaja rancia del estado 
original del universo.

¿Quién pude criticarme? Nadie tiene la autoridad para hacerlo porque no mendigo 
aplausos ni someto mi intrincado laberinto de ideas a ninguna cátedra humana.

El artista en su concepto más extendido es un ser indigno, que busca el interés o 
incluso la ovación de un determinado número de simios. Me niego a seguir sus
pasos.

Se puede ser feliz siendo asocial, insociable huraño y misántropo. Sólo basta con
darse el lujo de poner al mundo en su verdadero contexto universal y temporal. De
esa forma  se descubre la ínfima importancia de las adhesiones humanas.

Prefiero la soledad a esas complacientes relaciones de hipocresía compartida, de 
engaños consentidos mutuamente, de manipulación enmascarada. De utilitarismo  
alimentado por el ego, bajo el cínico disfraz de la simpatía gratuita.

Mi arma es el desprecio, esa que han disparado contra mí tantas veces, que al cabo
de un tiempo sin morir por sus ataques me ha permitido acumular suficiente munición
para cagarme en el mundo entero.

Yo no prometo iluminación, soy más honesto, solo me asomo a un abismo
insondable y tengo la humildad de declarar que me es desconocido y que me da
miedo. Sólo tengo la honestidad de reconocerme infinitamente inferior al absoluto y no
considerarme ni siquiera la más pequeña de sus prioridades.

Perdonadme (aunque en realidad no importa) yo nací entre los humanos y en todo
pretendí parecerme a ellos, pero no lo he logrado. Y de aquellos de los cuales me he
enamorado son los apestados, los que son apartados de los congresos y certámenes
de monos para premiar a otros monos por mostrar sus mejores piojos. Perdonadme,
no he sido un buen mono, no he acumulado suficientes cosas podridas en mi
madriguera, no he adorado a un dios con forma de mono ni he proclamado a los
simios como la cosa más importante y bonita de la creación. Tampoco me he sentido
identificado con una reserva territorial en especial como es costumbre entre los
grandes simios. Dispensadme, para mí las banderas son estupideces y las fronteras
acuerdos entre monos ricos para administrar su riqueza en detrimento de las masas, no
lo puedo evitar, me repugna la imbecilidad. Yo sólo hubiera deseado que todos fueran
felices, hasta los mosquitos, las moscas y las arañas, por quienes siento una especial
repugnancia y aún así no comprendo cómo los animalistas no defienden también sus
derechos, hallando en ellos un valor infinitamente menor al de las vacas o las ballenas

por quienes parecen dispuestos a dar la vida.

sábado, 2 de agosto de 2014

Instante

Como Ícaro, yendo hacia el sol con alas de cera, o de tela encerada, o de papel, o de sueños. Sueños de hombre, frágiles, perecederos, inmensos y pequeños. Alas de sueños solitarios, que se creen acompañados. Como Ícaro sabiendo que le espera el abismo y sin embargo dándolo todo por sentirse al menos una vez como un dios. Pasando vergüenza ante los desconocidos que ríen desde abajo, hasta que el hombre se estrella bajo la mera torre Eiffel. Y sólo así consigue un instante de respeto o una leve briza de algo similar a la compasión.


Entregando el alma por un instante de sabiduría, o de fantasía pura y sin esperanzas. Por la ilusión de ese poder, que al menos en delirios nos permita ver desde arriba los palacios y despreciar todo aquello por los que los poderosos se desviven. Un momento de autosuficiencia que nos permita despreciar incluso los placeres más anhelados, hasta que eso mismo y todo lo demás que se conoce pase a ser una neblina, una fantasmagoría irrisoria que despierta ternura o desprecio en aquel que lo ha logrado todo, al menos al borde del límite difuso de una milésima de segundo.